Reproduzco a continuación, un post de S. MacCoy en el Confidencial, que suscribo totalmente. La versión original la encontrarán en:
Hoy les voy a abrir mi corazón como probablemente no lo haya hecho nunca. Les voy a dejar entrar dentro de mis convicciones más íntimas. Les voy a acercar a mis coordenadas vitales más estructurales. Les voy a invitar, en la sala de estar de mi alma, a un café de intercambio de ideas en el que sólo les pongo tres condiciones de partida, aun sabiendo que lo que escribo a partir del final del segundo párrafo será motivo de rechazo para unos y adhesión para otros.
Primera, todo lo que aquí se recoge es fruto de una experiencia personal y, por ende, intrínsecamente subjetiva, y distinta de la que hayan podido vivir cualquiera de ustedes. Pero con la misma legitimidad. Ni mayor ni menor.Segunda, su exposición no pretende ni convencer ni refutar, sino simplemente dar argumentos desde la conciencia que se ha configurado en mí a lo largo de los años gracias a la primera premisa que les he señalado. De ahí el orden. Tercero y último, siempre he pensado que, ante los hechos de la vida, sean éstos excelsos o aberrantes, a servidor le corresponde dar una opinión pero no pronunciar un juicio que implique absolución o castigo. Ni civil ni moralmente. Para eso estarían la justicia humana y, quienes crean en ella, la divina. Por último, una coda adicional: la reflexión versa sobre una decisión de clave económica que le da cabida en este Valor Añadido. Sobre estos cuatro parámetros de partida, la pública confesión: McCoy pondrá X tanto en la casilla de financiación a la Iglesia Católica como en la de ‘otros fines sociales’ y, sinceramente, cree que hoy es más necesario que nunca hacerlo. Déjenme que me explique. Trataré de ir de lo más genérico a lo específico. No me alargaré.
En mayo de 2008, 2009 y 2010, Valor Añadido llegaba a sus particulares quioscos digitales con exactamente la misma entradilla que acabo de reproducir. De dos años a esta parte la situación económica y social en España no ha ido a mejor, sino todo lo contrario. Un año en el que gran parte de los elementos de juicio que entonces les exponía, para su debate y consideración, han ido ganando presencia pública de la mano del acelerado aumento de los necesitados en nuestro país. La vigencia de aquel artículo es tal que creo oportuno reproducirlo en su integridad. Como siempre, una opinión más que queda sujeta a su severo juicio diario. Quedo, como no podía ser de otra manera, a su disposición.
En primer lugar, y mal que nos pese, España es cristiana. El cristianismo está tan intrínsecamente arraigado en nuestra sociedad que pretender su erradicación o su equiparación al resto de las confesiones es un ejercicio de falsa progresía que está bien de cara a la galería pero que carece del menor fundamento histórico. La Historia de España, para bien y para mal, no se entiende en muchos de sus capítulos sin la clave de la fe. Buena parte de sus instituciones y de sus manifestaciones culturales encuentran en ella su génesis y justificación. Eso por no hablar del calendario de festividades, ejemplo palmario donde los haya. La fe ha dado a España momentos de esplendor y motivos de vergüenza pero estoy convencido de que, si hiciéramos balance, debemos mucho más a la fe católica que el esfuerzo que ella pide a día de hoy a los creyentes y a los que no lo son.
En segundo término, se trata de un ejercicio de coherencia personal. Porque, vamos a ver, esos mismos que despotrican de los obispos y de su afán diario por negar cualquier atisbo de progreso en la sociedad -afirmación sobre la que volveremos más adelante- son muchas veces los que hacen un uso arbitrario de los sacramentos (bautizos, bodas o comuniones, fundamentalmente) cuando les conviene o matarían por la Virgen del lugar que les es propio, que a Ella no se la toque nadie. Viva la Virgen del Rocío, la Blanca Paloma. Cuando se produce una utilización interesada de la fe o de cualquiera de sus manifestaciones, abuso sobre el que la Iglesia normalmente no se pronuncia, lo menos que pueden hacer los interfectos es colaborar económicamente a que tales actos y expresiones se sigan produciendo, digo yo. Por mera dignidad.
Pero es que, además, resulta curioso cómo con la Iglesia se ha instaurado un nuevo esquema de juicio que escapa a lo normal. La reflexión sobre su acción se centra más en lo que dice que en lo que hace, en sus manifestaciones públicas que en la labor abnegada de muchas personas que simplemente tratan de construir, con mayor o menor éxito, un mundo mejor. Los conceptos Cáritas y pobres, se trata de sólo un ejemplo, están indisolublemente unidos. La cercanía a la labor diaria de esta institución desmonta mitos dogmáticos; acerca a mucha, demasiada, generosidad ejercida en las catacumbas del silencio y produce la satisfacción de ver que allá donde hay necesidad, está la Iglesia siempre sin mirar el carnet de identidad del necesitado, ni pedir contraprestación. No hay que olvidar que el ejemplo de Teresa de Calcuta descansaba sobre tres pilares: su fe, su tarea apostólica y la fidelidad a la Iglesia, siendo ésta última la característica de su Misión, no sé si conscientemente o no, más olvidada. No puede ser el rechazo a sus palabras lo que niegue el pan y la sal necesaria para la realización de su imprescindible labor.
Tercero y último, una afirmación bomba. Miren ustedes, yo creo sinceramente que la Iglesia es la institución más progresista que hay en el mundo actual. Quienes frecuenten este Valor Añadido sabrán que servidor asocia progreso a dos conceptos: avance y mejora. Pues bien, en la búsqueda de un uso responsable de la libertad individual y del bien social, la Iglesia está siendo mucho menos conservadora que aquellos que quieren deshumanizar la vida sobre la base de una existencia sin Dios, que, si no existiera, habría que inventarlo. Para muestra un botón: en 1980 había 36 millones más de niños que de jubilados en Europa, ahora el déficit es de 6. Eso sí, se produce un aborto cada 30 segundos. Voz que clama en el desierto. Lo mismo se podría decir en términos de estabilidad familiar, respeto por los mayores, refuerzo de la autoridad de padres y maestros o ausencia de manipulación educativa. Todo es, por supuesto, discutido y discutible pero ojalá no tengamos que decir un día, cuánta razón tenía.
Hay un último apartado con el que termino, que seguro es una perogrullada, sí, pero de alcance. Con la Iglesia sé lo que financio y por qué lo financio. No rellenando la casilla a favor de la Iglesia Católica me expongo a la discrecionalidad del Gobierno, de cualquier gobierno, que no hará uso de mi cuota de generosidad teniendo en cuenta mis propios intereses sino mirando por aquellos a quienes conviene subvencionar, bien para que callen o para que griten más fuerte, tanto monta, monta tanto. Y eso, intelectualmente, resulta, en mi opinión, una renuncia absurda y una cesión demasiado generosa respecto a la prácticamente única parcela de decisión que, respecto al destino de nuestros tributos, podemos adoptar.
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